El Caballero Cristiano
de Manuel García Morente
(Extractos)
Simbolización del
estilo español
Pienso que todo el espíritu y todo el estilo de la nación
española pueden condensarse y a la vez concretarse en un tipo humano ideal,
aspiración secreta y profunda de las almas españolas, el caballero cristiano.
El caballero cristiano expresa en la breve síntesis de sus dos denominaciones
el conjunto o el extracto último de los ideales hispánicos. Caballerosidad y
cristiandad en fusión perfecta.
Vamos, pues, a intentar un análisis psicológico del
caballero cristiano, de ese ser irreal, que nadie ha sido, es, ni será, pero
que -sépanlo o no- todos los españoles quisieran ser. Vamos a intentar
describir a grandes rasgos la figura del caballero cristiano, como
representación, símbolo o imagen del estilo español, de la hispanidad.
Grandeza contra
mezquindad
Grandeza es el sentimiento de la personal valía; es el acto
por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que tenemos.
Mezquindad es justo lo contrario, esto es, el acto por el cual preferimos lo
que tenemos a lo que somos. El caballero cristiano cultiva la grandeza, porque
desprecia las cosas, incluso las suyas, las que él posee. Pone siempre su ser
por encima de su haber. Se confiere a sí mismo un valor infinito y eterno. En
cambio no concede valor ninguno a las cosas que tiene. Vale uno por lo que es y
no por lo que posee.
Antes, pues, consentirá el caballero cristiano sufrir toda
clase de penurias y de pobrezas y verse privado de toda cosa, que rebajar su
ser con el gesto vil, innoble, de la mezquindad, que es adulación a las cosas
materiales. El adulador atribuye falsamente al adulado valores y modalidades
que éste no tiene; de igual modo el mezquino supone falsamente en las cosas
materiales valores que éstas no poseen. El caballero cristiano no adula ni a
las personas ni a las cosas. Su grandeza le protege de cualquier mezquindad.
Prefiere padecer toda escasez y sufrir trabajos que doblegar la conciencia que
de sí mismo tiene.
La sobriedad de las formas personales, la generosidad, el
desprecio impresionante con que trata las cosas materiales; la sencillez
sublime con que se despoja de todo; la disposición tranquila al sacrificio de
todo bien material; he aquí algunas de las consecuencias prácticas de esa
condición que hemos llamado grandeza. El alma española no puede nunca conceder
a lo material más valor que el de un simple medio para realzar y engarzar el
valor supremo de la persona.
Arrojo contra timidez
Otra consecuencia del «ser» caballeresco es la preferencia
del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano
es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y ante
sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro modo: ¿por qué
no conoce el miedo el caballero cristiano?
Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez es, en
términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o también
podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente -o por lo menos dar
la impresión de la valentía- de dos maneras: por una especie de embotamiento
del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un predominio decisivo de
ciertas convicciones ideales. En el primer caso situaríamos la valentía de los
primitivos, de los hombres toscos, rudos, endurecidos, encallecidos física y
psíquicamente; En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la
lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una
causa. Estos saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo
sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna este segundo modo de la
valentía es la que merece más propiamente el nombre de humana. Depende
exclusivamente del poder que la idea -la convicción- ejerza sobre la voluntad
-la resolución.
Ahora bien, una de las características esenciales del
caballero cristiano es la tenacidad y eficacia de las convicciones.
Precisamente porque el caballero no toma sus normas fuera, sino dentro de sí
mismo, en su propia conciencia individual, son esas normas acicates
eficacísimos y tenaces, es decir capaces de levantar el corazón por encima de
todo obstáculo. La valentía del caballero cristiano deriva de la profundidad de
sus convicciones y de la superioridad inquebrantable en su propia esencia y
valía. De nadie espera y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su
vida en Dios y en sí mismo, es decir en su propio esfuerzo personal. Escaso y
escueto, o abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema
virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a la
personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la intrépida
acción.
El caballero no conoce la indecisión, la vacilación típica del hombre
moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de pseudocultura
verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija. El hombre moderno anda por la
vida como náufrago; va buscando asidero de leño en leño, de teoría en teoría.
Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras, resulta siempre víctima de
la última ilusión y traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo
que piensa y piensa lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro,
sostenida por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y
sereno, que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.
Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es por una
parte sumisión al destino y por otra parte desprecio de la muerte. Ahora bien,
la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo. Ni su
desprecio de la muerte como abatimiento. esa sumisión al destino no se basa en
una idea fatalista o determinista del universo, sino que, por el contrario, se
funda en la idea opuesta, en la idea de que el destino personal es obra
personal, es decir, congruente con el ser o esencia de la persona, que «hace»
su propio destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida
cualquiera , sino la que está en lo profundo de su voluntad, es decir, de su índole
personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual
hace, o entre la índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios
eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del
caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la
voluntad de Dios.
El desprecio a la muerte tampoco precede ni de fatalismo ni
de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa;
según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como
efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a conceder valor a la
vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar de esfuerzo, un
seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para prueba de la
santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero cristiano,
compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo, es la
que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.
Altivez contra
servilismo
La combinación de la confianza en sí mismo con la grandeza y
el arrojo dan de sí, inevitablemente, la altivez y casi diríamos el orgullo. En
esta cualidad el caballero cristiano peca un tanto por exceso. El caballero
cristiano, huyendo del servilismo, incide gustoso en la altivez.
Más pálpito que
cálculo
Este tipo de hombre, que se precia de llevar dentro de sí el
guía certero de su vida por el mundo, ha de tomar sus resoluciones más por
obediencia a los dictados misteriosos de esa voz interna, que por estudio
prudente de las probabilidades. El caballero es hombre de pálpitos más que de
cálculos. ¿Imagináis a los conquistadores calculando y computando sabiamente
las posibilidades de conquistar Méjico o el Perú? Si tal hubiesen hecho no habrían
acometido jamás la empresa, porque el número de probabilidades de fracasar era
tan grande y el de triunfar tan ridículamente pequeño, que un cálculo somero
bastara para hacerles abandonar el propósito. Pero el caballero cristiano no
echa semejantes cuentas; no se pregunta si es fácil, si es difícil y ni aun
siquiera si es posible la empresa que tiene ante los ojos. Bástale con que su
corazón le mande ejecutarla, para que la acometa, sin detener ni contener su
ánimo en el estudio exacto de las probabilidades. Sin duda el caballero fracasa
y fenece muchas veces. Pero muchas veces también triunfa por ventura y casi por
milagro; y si no fuese por ese arrojo increíble y esa obediencia ciega a los
dictados del corazón, la historia no registraría entre sus páginas muchas de
las más estupendas hazañas que el género humano ha llevado a cabo.
Personalidad
Todas estas cualidades del caballero van, en resumidas
cuentas, a parar a una característica fundamental: la afirmación enérgica de la
personalidad individual. El caballero español se siente vivir con fuerza; se
sabe a sí mismo existiendo como un poder de acción y de creación. El caballero
es regularmente una personalidad fuerte. No cede, no se doblega, no se somete.
Afirma su yo con orgullo, con altivez, con tesón; a veces con testarudez. Pero
siempre con nobleza. Es un carácter enérgico, violento y tenaz; pero noble y
generoso. Y así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y de la
dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa ajena que
él admira.
Culto al honor
Esa estimación superior que el caballero cristiano concede a
su personalidad individual encuentra su expresión y manifestación extrema en el
culto del honor. El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra.
¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible
de la valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe
honores, esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor
interno de su persona.
Fácil es comprender que la psicología propia del caballero
cristiano, su profunda confianza y fe en sí mismo, han de llevarle a consagrar
al honor, a la honra, un culto singularmente intenso y profundo. En el
caballero el sentimiento del honor se manifiesta de dos maneras
complementarias: primero como exigencia de los honores que le son debidos, de
los respetos máximos a su persona y función; y segundo, como extraordinario
cuidado de mantener ocultas a todo el mundo las flaquezas, las máculas que
pueda haber en su ser y conducta.
Idea de la muerte
En la idea que el caballero cristiano tiene de la muerte
puede condensarse el conjunto de su psicología y actitud ante la vida. Porque
una de las cosas que más y mejor definen a los hombres es su relación con la
muerte. El animal difiere esencialmente del hombre en que nada sabe de la
muerte. Ahora bien, las concepciones que el hombre se ha formado de la muerte
pueden reducirse a dos tipos: aquellas para las cuales la muerte es término o
fin, y aquellas para las cuales la muerte es comienzo o principio. Hay hombres
que consideran la muerte como la terminación de la vida. Para esos hombres, la
vida es esta vida, que ellos ahora viven y de la cual tienen una intuición
inmediata, plena e inequívoca. La muerte no es, pues, sino la negación de esa
realidad inmediata. ¿Qué hay allende la muerte? Ni lo saben, ni quieren
saberlo; no hay probablemente nada, según ellos; y sobre todo, no vale la pena
cavilar sobre lo que haya, puesto que es imposible de todo punto averiguarlo.
El otro grupo de hombres, en cambio, ven en la muerte un
comienzo, la iniciación de una vida más verdaderamente vida, la vida eterna. La
muerte, para éstos, no cierra, sino que abre. No es negación, sino afirmación,
y el momento en que empiezan a cumplirse todas las esperanzas. El caballero
cristiano, porque es cristiano y porque es caballero, está resueltamente
adscripto a este segundo grupo, al de los hombres que conciben la muerte como
aurora y no como ocaso. Mas ¿qué consecuencias se derivan de esta concepción de
la muerte? En primer lugar, una concepción correspondiente y pareja de la vida.
Porque es claro que, para quien la muerte sea el término y fin de la vida,
habrá de ser la vida algo supremamente positivo, lo más positivo que existe y
el máximo valor de cuantos valores hay reales. En cambio, el hombre que en la
muerte vea el comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que
considerar esta vida humana terrestre -la vida que la muerte suprime- como un
mero tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna.
Tendrá, pues, esta vida, un valor subalterno, subordinado, condicionado,
inferior. Y así, los primeros se dispondrán a hacer su estada en la vida lo más
sabrosa, gustosa y perfecta posible; mientras que los segundos estarán
principalmente gobernados por la idea de hacer converger todo en la vida hacia
la otra vida, hacia la vida eterna.
Para el caballero cristiano, la vida no es sino la
preparación de la muerte, el corredor estrecho que conduce a la vida eterna, un
simple tránsito, cuanto más breve mejor, hacia el portalón que se abre sobre el
infinito y la eternidad. El «muero porque no muero» de Santa Teresa expresa
perfectamente este sentimiento de la vida imperfecta. En cambio, hay colectividades
humanas que han propendido y propenden más bien a hacerse una idea positiva de
la vida terrestre. Ven la vida como algo estante, duradero -aunque no
perdurable-, que merece toda nuestra atención y todos nuestros cuidados. Estos
pueblos, que saben paladear la «douceur
de vivre», cuidan bien de aderezar y realzar las formas diversas de nuestra
vida terrenal; aplican su espíritu y su esfuerzo a cultivar la vida,
convierten, por ejemplo, la comida en un arte, el comercio humano en un sistema
de refinados deleites y la hondura santa del amor en una complicada red de
sutilezas delicadas. Son gentes que aman la vida por sí misma y le dan un valor
en sí misma, y la visten, la peinan, la perfuman, la engalanan, la envuelven en
músicas y en retóricas, la sublimizan; en suma, le tributan el culto supremo
que se tributa a un valor supremo.
Pero el caballero cristiano siente en el fondo de su alma
asco y desdén por toda esta adoración de la vida. El caballero cristiano
ofrenda su vida a algo muy superior, a algo que justamente empieza cuando la
vida acaba y cuando la muerte abre las doradas puertas del infinito y de la
eternidad. La vida del caballero cristiano no vale la pena de que se la
acicale, vista y perfume. No vale nada; o vale sólo en tanto en cuanto que se
pone al servicio del valor eterno. Es fatiga y labor y pelear duro y
sufrimiento paciente y esperanza anhelosa. El caballero quiere para sí todos
los trabajos en esta vida; justamente porque esta vida no es lugar de estar,
sino tránsito a la eternidad.
Y así, la concepción de la muerte como acceso a la vida
eterna descalifica o desvaloriza, para el caballero cristiano, esta vida
terrestre, y la reduce a mero paso o tránsito, harto largo, ¡ay!, para nuestros
anhelos de eternidad. Y esta manera de considerar la muerte y la vida viene a
dar la razón, en último término, de las particularidades que ya hemos enumerado
en el carácter del caballero español. En efecto, un tránsito o paso no vale por
sí mismo, sino sólo por aquello a que da acceso. Así, la vida del caballero no
vale por sí misma, sino por el fin ideal a cuyo servicio el caballero ha puesto
su brazo de paladín. Así, el caballero despreciará como mezquina toda adhesión
a las cosas y cultivará en sí mismo la grandeza, o sea la conciencia de su dedicación
a una gran obra. Así, el caballero será valiente y arrojado; lejos de temer a
la muerte, la aceptará con alegría, porque ve en ella el ingreso en la vida
eterna. El caballero no será servil y, antes, pecará por exceso de orgullo que
por excesiva humildad; y en la vida, nada, sino su ideal eterno, le parecerá
digno de aprecio. El caballero vivirá sustentado en su fe más bien que en los
cómputos de la razón y de la experiencia en esta vida. Afirmará su personalidad
ideal, la que ha de vivir en lo eterno, ocultando pudorosamente y con vergüenza
la individualidad real, manchada por el pecado, que sería deshonroso exhibir.
En suma, el caballero cristiano extrae la serie toda de sus virtudes -y
defectos- de su concepción de la muerte y de la vida. Porque subordina toda la
vida a lo que empieza después de la muerte.
Religiosidad del
caballero
No es posible poner término a esta conferencia sin intentar
-aunque sea superficialmente- caracterizar en sus grandes rasgos la
religiosidad peculiar del caballero cristiano. Porque el caballero cristiano es
esencialmente religioso. Lo es de modo tan profundo y auténtico, que, en
efecto, el serlo constituye una de sus características radicales, y resulta
imposible separar y discernir en él la religiosidad y la caballerosidad.
El caballero español fía fundamentalmente en Dios. Por eso
es paladín de grandes causas; por eso menosprecia la mezquindad y cultiva la
grandeza; por eso antepone el arrojo a la timidez y la resolución heroica a la
lenta ejecución prudente; por eso, en suma, quiere en todo momento hacer él la
vida y la historia, en vez de ser hecho por la vida y por la historia. Frente
al fatalismo oriental o al determinismo racionalista, el caballero opone su
propio poderío ejecutivo, pero fundado sobre la confianza omnímoda en la
asistencia de Dios.
Impaciencia de
eternidad
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el caballero
cristiano siente en su alma un anhelo tan ardoroso de eternidad, que no puede
ni esperar siquiera el término de la breve vida humana; y «muere porque no
muere». Quisiera estar ya mismo en la gloria eterna; y si no fuera pecado
mortal, poco le faltaría para suicidarse. Ahora bien, esta premura le conduce a
una consideración de los hechos y de las cosas, que es bien típica y característica
de su modo de ser. Consiste en poner cada acto y cada cosa en relación
inmediata y directa con Dios. Otros tipos humanos consideran y determinan cada
cosa y cada acto en relación con la cosa siguiente y el acto siguiente.
Construyen así una curva de la vida, una especie de parábola, en donde los
hechos y momentos se integran, formando un conjunto singular, personal,
individual, la vida histórica de un hombre.
El caballero español, que tiene mucha prisa por estar en
Dios y con Dios y siente insaciable afán de eternidad y quiere la eternidad ya
mismo, ahora mismo, No colocará los actos y las cosas en relación con los
siguientes, para tenderlos a lo largo del tiempo en una curva plástica o
estética, sino que querrá poner cada acto y cada cosa en relación directa e
inmediata con Dios mismo; querrá «santificar» su vida santificando uno por uno
cada acto de su vida; querrá vivir cada momento «como si» ya perteneciese a la
eternidad misma; querrá «consagrar» a Dios cada instante por separado,
precisamente para descoyuntarlo de todo sentido y relación humanos y henchirlo,
desde ahora mismo, de eternidad divina.
Para satisfacer esta su impaciencia de la eternidad, el
caballero español necesita, empero, abolir toda distancia entre el ser temporal
y el ser eterno. Necesita unir indisolublemente su vida personal con Dios. Y
esto, de dos maneras complementarias: viendo, percibiendo, descubriendo a Dios
en cada uno de los momentos y hechos de su vida terrestre; y, por otra parte,
encumbrando hasta Dios, hasta la eternidad de Dios, cada uno de esos momentos y
hechos. ¡Doble movimiento del misticismo hispánico, que descubre al Señor en
los «cacharros» y sabe elevar hasta Dios los repliegues más humildes de la
realidad humana! Así, más o menos vagamente, la conciencia religiosa del
caballero concibe la gloria eterna no tanto como una recompensa que ha de
merecer, sino más bien como un «estado» del alma, al cual desde ya mismo puede
por lo menos aspirar. Al «muero porque no muero» hay que añadir el «no me mueve
mi Dios para quererte». La vida terrestre se le aparece al caballero como una
especie de anticipación de la gloria eterna; o mejor dicho: el caballero se
esfuerza por impregnar él mismo de gloria eterna su actual vida terrestre -tal
y tanta es la premura, la impaciencia que siente por estar con Dios-. A
diferencia de otras almas humanas, que aspiran a lo infinito por el lento
camino de lo finito, el caballero cristiano español anhela colocarse de un
salto en el seno mismo de la infinita esencia.
Y si meditáis, señoras y señores, esta condición espiritual
del sentimiento religioso español, fácilmente encontraréis en ella la raíz más
profunda de todas las demás propiedades que hemos señalado en el caballero
cristiano, o, lo que es lo mismo, en el estilo español. Porque es cristiano, y
porque lo es con ese dejo o rasgo profundo que llama impaciencia de la
eternidad, es por lo que el hispánico es caballero y todo lo demás. Dijérase un
desterrado del cielo, que, anhelando la infinita beatitud divina, quisiera
divinizar la tierra misma y todo en ella; un desterrado del cielo, que,
sabiendo inmediatamente próximo su ingreso en el seno de Dios, renuncia a
organizar terrenalmente esta vida humana y se desvive por anticipar en ella los
deliquios celestiales. La impaciencia de la eternidad, he aquí la última raíz
de la actitud hispánica ante la vida y el mundo. Mientras prepondere entre los
hombres el espíritu racionalista de organización terrestre y el apego a las
limitaciones; mientras los hombres estén de lleno entregados a los menesteres
de la tierra y aplacen para un futuro infinitamente lejano la participación en
el ser absoluto, la hispanidad desde luego habrá de sentirse al margen del
tiempo, lejos de esos hombres, de ese mundo y de ese momento histórico. Pero
cuando, por el contrario, el soplo de lo divino reavive en las almas las ascuas
de la caridad, de la esperanza y de la fe; cuando de nuevo los hombres sientan
inaplazable la necesidad de vivir no para ésta sino para la otra vida, y sean
capaces de intuir en esta vida misma los ámbitos de la eternidad, entonces
habrá sonado la hora de España otra vez en el reloj de la historia; entonces,
la hispanidad asumirá otra vez la representación suprema del hombre en este
mundo, y sacará de sus inagotables virtualidades formas inéditas para dar nueva
expresión a los inefables afanes del ser humano.
FIN